Tacones Ciegos
Relatos 0 Comentarios (click para comentar) »(Éste es, si mal no recuerdo, el primer relato que publiqué. Por ello, le tengo un apego muy especial. Ya lo hice en su tiempo en "Nanorobótica para gusanos de seda", pero lo vuelvo a repetir (pero ahora aquí). Matizo que se trata de una reedición del relato original.)
Y calle abajo se contoneaba con sus tacones. Estaba muy orgullosa de ellos: se los había regalado un amante francés que vino y se fue en un mismo mes pues, al parecer, le buscaban por hurtar en un convento. Partió y la dejó con promesas de un futuro maravilloso, rodeados de veinte críos chillones y un par de perros, en un enorme caserío. Sin embargo, el se marchó y lo único que quedó fueron aquellos ruidosos tacones, objeto de envidia de muchas jovencitas de entonces, allá en el pueblo. No recuerdo su nombre, pero todas las mañanas temprano se la oía taconearse calle arriba y abajo, y entre abajo y arriba, un saludo de esta hermosa a un servidor apostado en la puerta de su casa, en la fuente o en la vieja vaquería. Arriba y abajo, abajo y arriba, y ella se contoneaba con sus tacones todos los días, ignorando el dolor que estos le hacían sufrir, debido a las piedrecillas del suelo o a los adoquines de la calle mayor… ¿Que importaba un par de cortes a aquella mujer? ¿Que importaban los cardenales en sus dulces pies a aquella que demostraba ser de una pasta más dura, de una dureza excepcional? A mi me importaban.... cada gota de sangre que resbalaba de sus castigadas extremidades y caía en tierra era para mi un castigo injusto, algo que no debería permitirse ni en los peores tiempos de guerra, ni en las situaciones más adversas, en aquellas en la que todo importa poco y lo poco lo es todo… ¿Pero que importa la opinión de un ciego? ¡Creen acaso que yo me alegré de haber sido designado inútil para guerrear! ¿Qué es más duro que ver marchar uno a uno a aquellos que te rodearon toda tu vida?.... Pues es más duro no verlos marchar… pero no porque se queden precisamente…
Y un día se dejaron de oír aquellos tacones que me colmaban de alegría todas las mañanas. Día tras día esperé, pero jamás volvieron a contonearse por las calles. Al poco me enteré que la metralla de un obús acabó con su vida, durante la ocupación, mientras cargaba con dos docenas de huevos, para una familia imposibilitada de trabajar… En su bondad encontró su muerte, como flor que brota en un cementerio. No recuerdo su nombre, pero se que dos soldados se jugaron sus tacones en una partida de dados…
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